Hasta entonces, Madrid no había tenido bandoleros, pero se apuntó a la moda. Luis Candelas nació en el barrio de Avapies, como antiguamente se conocía al barrio de Lavapiés, en la calle Calvario, que aún existe. El barrio y zona era zona de majas y chisperos, lugar por excelencia del casticismo desde el siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX.
Nuestro castizo bandolero nació en 1806 y cuando la comadrona examinó al niño descubrió que, por debajo de la lengua, en la punta, se le veía la cruz de San Andrés, es decir, un aspa; en aquella época, significaba que el niño llegaría a ser un santo o un malvado. Luis fue educado lo mejor que en aquel tiempo se podía y su padre pretendía que fuera médico o abogado.
Sin embargo, no tardó en dar las primeras señas de su destino como delincuente. Con 13 años se unió a un grupo de chicos de la misma edad y que participaba en las «pedreas», una costumbre, posiblemente heredada de la Edad Media, que suponía curtirse en el aprendizaje de la guerra. En Madrid existían bandos, que consistían en grupos de 15 ó 20 chicos, uno por barrio; dichos bandos se desafiaban para luchar a pedradas a las afueras de la ciudad. Con esto, Luis Candelas buscaba hazañas individuales, para lo cual se enfrentaba cara a cara con los componentes de otros barrios. Con 15 años realizó su primer robo y, al poco, le detuvieron y llevaron a la Cárcel de Villa, por vagar por la Plaza de Santa Ana de madrugada. Se fugó 6 veces de la cárcel, con sobornos y triquiñuelas.
Formó una banda junto con Paco el Sastre, Mariano Balseiro, los hermanos Cusó y Leandro Postigo, los cuales se mantuvieron unidos durante mucho tiempo, con épocas más «fructíferas» y ocupadas que otras. Por tanto, empiezó a conocerse a Luis Candelas en Madrid como a un bandolero peligroso. Las empresas de transporte y el comercio de Madrid se ponen en alerta. Pidieron al Gobierno que aumentara la busca y captura de los bandoleros y en respuesta el Ejecutivo volvió a activar la Real Orden de 30 de marzo de 1818. Así pues, se daba de recompensa una onza de oro por cada ladrón atrapado y se establecía la cantidad para los confidentes dadas por los comandantes de las partidas de Escopeteros Reales.
Desde siempre le apasionó vestir bien y tenía buenos modales, fue capaz de conjugar la delincuencia con un trabajo en la sección del Resguardo de tabacos en Madrid, puesto logrado al estudiar por su cuenta. Antes le echaron del colegio San Isidro por devolver la bofetada a un jesuita. Se enorgullecía de no tener delitos de sangre, pues solo robaba, no usaba violencia y creía que la fortuna estaba mal repartida.
Tras cada robo iba al Arco de Cuchilleros, al lado de la Plaza Mayor, donde había unas cuevas, lugar típico de la época, que es donde veremos la taberna llamada «Las Cuevas de Luis Candelas». Es precisamente allí, donde se escondía con su banda y preparaba sus próximos golpes. En ese lugar encontraban muchas salidas al exterior que desorientaban a sus perseguidores.
Utilizó más de 200 disfraces para sus robos y engaños. Los tuvo muy sonados como el de la casa del presbítero Juan Bautista Tárrega en la calle Preciados y, al poco, en la espartería de Cipriano Bustos en la calle de Segovia, donde robó el dinero de varias cofradías. El más escandaloso fue en la casa de Vicenta Mormín en la calle del Carmen, era modista de la reina María Cristina de Borbón, cuarta esposa de Fernando VII.
Se convirtió en un personaje tan popular que la gente le ayudaba, incluidos agentes de policía, era un héroe popular. Tuvo además varias amantes, como Lola «la Naranjera», que era una de las amantes favoritas de Fernando VII.
Aún con todo, fue apresado el 18 de julio de 1837 en el puesto de aduanas del puente Mediana de Alcazarén. Antes de llegar a Madrid, primero pasó por Valdestillas y Valladolid. Se le asignaron más de 40 robos en total, por lo que fue juzgado y sentenciado a morir por garrote vil. Pidió clemencia a la Reina Regente María Cristina de Borbón, pero ésta no le escuchó. Así pues, pasó por el garrote el 6 de noviembre de 1837 con 32 años, en el cadalso que estaba cerca de la Puerta de Toledo, en la Plaza de la Cebada. Sus últimas palabras fueron: «Adiós Patria mía, sé feliz»